15 jun 2007

La Temperatura del cielo y del Infierno

Muchos se lamentan ante aquellos que se pasan la vida midiéndolo todo. Es preciso reconocer que el afán de medir absolutamente todo en verdad puede resultar exagerado, pero es preciso también reconocer que hay mediciones que despiertan admiración.
Como la de Eratostenes de Cirene, que doscientos treinta años antes de la era cristiana —y mil setecientos cincuenta años antes del viaje de Magallanes— calculó la circunferencia de la Tierra usando una sencilla vara de mimbre y la sombra proyectada por ella, obteniendo una cifra asombrosamente exacta con una diferencia de apenas un diez por ciento respecto de las modernas mediciones hechas desde satélites.
El afán de medir es muy viejo y fue origen de no pocas discusiones, como aquella bizantina sobre cuántos angeles caben en la cabeza de un alfiler. En 1650, el arzobispo James Ussher, del Trinity College de Dublin, calculó que la creación del mundo se había producido el sábado 22 de octubre del año 4004 antes de la era cristiana a las 6 de la tarde. Su contemporáneo y colega John Lightfoot, de la Universidad de Cambridge, discrepó sutilmente con él, estableciendo que la creación se había producido en septiembre del año 3928 a. de C. El mismísimo Isaac Newton –probablemente el más grande de los científicos que hayan existido jamás-, fundador de la ciencia moderna, dedicó larguísimos años a determinar la fecha exacta del diluvio universal. La Edad Media —y buena parte de la Edad Moderna— se ocupó intensamente de estas mediciones fantásticas: altura de la torre de Babel, latitud del paraíso terrenal, el peso del unicornio, el tamaño del dragón y otros etcéteras por el estilo. En general, no se trataba de mediciones demasiado precisas, ya que se llevaban a cabo sin utilizar el copioso arsenal de la ciencia moderna y —detalle nada trivial— sobre objetos inexistentes o, si se quiere, “poco existentes”.
¬Naturalmente, a medida que la ciencia avanzó, es¬tos cálculos fantásticos se fueron difuminando en favor de mediciones mucho más precisas, como el radio de los átomos, la relación carga/masa del electrón, los años que nos separan del Big Bang o la exacta velocidad de la luz en el vacío.
Puede ser que la nostalgia por aquellas mediciones medievales de “objetos poco existentes” haya movido a un par de físicos ingleses —que ocultaron prudentemente sus nombres— a calcular la temperatura del Cielo y el Infierno y a publicarla en el Jozirnut of Applied Optics, en 1972, con una sorprendente —y poco intuitiva— conclusión: que el Cielo es más caliente que el Infierno.
Y es así: la temperatura del Cielo se calcula a partir de Isaías 30:26: “La luz de la Luna será como la luz del Sol, y la luz del Sol será siete veces la luz de siete días”. Por lo tanto, el Cielo recibe de la Luna tanta radiación como la que nosotros recibimos del Sol y, además, siete veces siete, es decir cuarenta y nueve veces la que la Tierra recibe del Sol, o sea cincuenta veces en total. Ahora bien: si sabemos cuánta radiación recibe el Cielo (cincuenta veces la que recibe la Tierra) y utilizando las leyes del equilibrio térmico, la ecuación de Stefan-Boltzman y la temperatura absoluta de la Tierra – 300 grados Kelvin-o 7 grados centígrados— podemos calcular la temperatura del Cielo. La cuenta es un poco engorrosa (la temperatura de la Tierra por la raíz cuarta de cincuenta), pero no difícil, y el resultado es 525 grados centígrados (o 798 grados Kelvin).
La temperatura del Infierno se puede deducir del Apocalipsis 21:8: “Pero a los temerosos e incrédulos a los hechiceros y a los idólatras y a todos los mentirosos su parte será en el lago ardiendo con fuego azufre”. Como la temperatura de evaporación de azufre es 444,6 grados centígrados, para que exista un lago de azufre líquido sin evaporarse la temperatura del Infierno debe ser menor que 444,6. Luego, la temperatura del infierno está por debajo de los 444,6 grados y es menor que la del Cielo. No deja de ser sorprendente, y es importante saberlo a la hora de decidir pecar o no.

Fuente: Curiosidades de la Ciencia, Leonardo Moledo